Mateo es un bebe pequeño. Lo conocemos bien. Está en terapia intensiva desde hace muchas semanas. Espera. Entre mimos y sábanas blandas. Sus ojos son chiquitos como dos hilitos y sus cachetes son como dos nubes grandes. Su mamá, su papá y su abuelo suelen contarnos que es muy sonriente.
A Mateo le gusta la música suave y el puñado de colores que llevo en mi bolsillo cada día de hospital. Ese es nuestro juego. La música que como brisa fresca despeina los colores. Cada vez.
Mateo observa serio y concentrado. Tan serio y tan concentrado que no cabe nada más. Mateo el sonriente sabe concentrarse profundo. Solo sus ojos, la música y los colores. Sus ojitos siguen cada movimiento de las cintas de colores que, cual arco iris, se acomodan en el cielo de su habitación. Cada vez.
Cuando la música se va, los colores vuelven al bolsillo. Y las manos que saludan son el nuevo arcoíris que Mateo atrapa con sus hilitos, ojitos. Mira. Miiira. Cada detalle. Cada movimiento. Y las manos dicen chau. Y se deja saludar. Se deja despedir hasta la próxima. Con manos que se vuelven ave y se van por la puerta hacia otra habitación. Cada vez.
Su mirada se posa desde inicio a fin. Todo el encuentro. Sin distraerse. Cada vez.
Un día entramos a la habitación, como siempre y como siempre: la música, los colores, la despedida y mis manos. Pero esta vez no fue como cada vez. Sucedió algo único. Como son todas las primeras veces. Mateo estiró su mano y empezó a hacerla volar. Y sus ojos finitos se encontraron con sus manos blanditas. Y entonces sucedió: Mateo se encontró a él mismo. Su propio pájaro-arcoiris que puede mirar serio, concentrado y encantado. Ahí está. Él con él.
Mano con mano, como pasamanos, nos vamos volando otros cielos. Y lo dejamos en buena compañía.
Dra. Ruda (Silvia Aguado)