Alegría Intensiva

Revista la Nación | Domingo 15 de junio de 2014 | Publicado en edición impresa

Terapia de clown

Michael Christensen logró que miles de payasos colaboraran con hospitales para quitarles solemnidad. Líder, malabarista y actor, desde chico hace reír

Por Luciana Mantero  | Para LA NACION

 
“Patch Adams es un médico que se viste de payaso. Yo soy un payaso profesional que se disfraza de médico”, afirma. Foto: LA NACION / Lucas Pérez Alonso

Dos malabaristas vienen bajando por una calle empinada de un barrio pobre de la ciudad de Nápoles. Se escuchan sus pasos y nada más; es una tarde aburrida. Juegan con sus palos que lanzan por el aire, también llevan algunas pelotas y sus bolsos al hombro. Caminan cuesta abajo bordeando casas humildes, roídas por la humedad y el salitre del Mediterráneo. Se dirigen hacia la piazza de la zona a dar un show. El lugar parece un pueblo fantasma, hasta que el silencio se desbarranca. ¡Giocoliere!(malabarista en italiano), grita un niño desde un balcón. Y entonces como un enjambre hacia la miel, decenas de chicos empiezan a salir de sus casas, se suman al paso rítmico de los hombres, los rodean. Parecen juglares. ¡Giocoliere, giocoliere!, cantan y saltan mientras acompañan el descenso. Uno toma la mano de Michael Christensen y la besa.

Con la intensidad de un profeta, Christensen asegura que estos son los momentos privilegiados que tienen los artistas. Cuarenta años después canta ¡Giocoliere, giocoliere! marcando el ritmo con el pie y con golpecitos suaves sobre la mesa del departamento que ha alquilado cerca del Abasto Shopping.

Se inspiró en los Hermanos Marx, sus artistas preferidos, para revolucionar el mundo del humor. Su mérito es no sólo por haber creado -junto a su colega Paul Binder- el Big Apple Circus, de Nueva York, uno de los mejores del mundo, sino también por convencer a miles de payasos de distintos países de acabar con la solemnidad de los hospitales pediátricos, por sentar las bases y hacer explotar en 1986 el momento original, el Big Bang del clown profesional de hospital.

Tiene modos suaves, líneas profundas en su rostro, el pelo corto algo caótico, barba entrecana de días, jeans gastados y una camisa de lino color natural que ciertamente no ha pasado por el rigor de la plancha. Tal vez Karyn, su esposa vestuarista, sufra con semejante descuido. Se conocieron en Bigfork, Montana, en 1979, cuando él estaba rodando Heaven’s Gate, un western del ganador de un Oscar, Michael Cimino. La película fue un fracaso -quebró incluso a la compañía productora-, pero a Michael le cambió la vida y se niega a olvidarla: sus hijas treintañeras se llaman Ivy Montana y Kila, en honor a un pueblo de aquel estado del noroeste de Estados Unidos.

Nació el 15 de enero de 1947 en Walla-Walla, reducto agrícola del estado de Washington, y le tocó en suerte una familia pobre y disfuncional. Vivió su infancia de la ayuda del Estado, nunca conoció a su padre y el novio de su madre los abandonó cuando él tenía 10 y su hermano, 14.

Soñaba con ser piloto. Su refugio era la escuela, donde se destacaba, y el cine. Pasar la tarde sentado en la sala del pueblo y volver a casa a contarle a su mamá la película del día lo llenaban de felicidad. La hacía reír. Siempre fue bueno para actuar y hacer reír a la gente. Cree que esa fue una de las cosas que lo ayudaron a atravesar una infancia dura.

Estudió teatro en la Universidad de Washington y egresó a principios de los 70, un momento exultante de movimientos contraculturales, militancia por los derechos civiles y liberación sexual. Trabajó como actor en algunas obras, pero se sentía insatisfecho y entonces abrazó al teatro político de la época. Se mudó a la costa oeste y se enroló en la San Francisco Mime Troupe, una compañía que hacía comedia y sátira política -se oponía al capitalismo, al sexismo y a la guerra- y que actuaba a la gorra en parques de la ciudad.

Era un ambiente muy estimulante. En aquellas performances trabajó y explotó sus recursos como comediante, aprendió los primeros trucos de malabarismo y conoció a Binder. Juntos, para complementar los 30 dólares que ganaban en la semana, salieron a la calle por primera vez con un acto propio, hicieron muy buen dinero y entendieron que el arte callejero era “un ticket para ir alrededor del mundo”.

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Hay un lugar en el que los payasos se encuentran a llorar.

Es como un colchón que hace que no terminen fulminados por el estrés ni decidan renunciar después de la epopeya de llevar alegría al lugar más triste del mundo.

Es como un círculo seguro al que recurren una vez por mes los payasos de la Clown Care Unit (Unidad de Cuidados por Payasos), la pata hospitalaria del Big Apple Circus fundada por Christensen, pionera en su labor, presente en 16 hospitales de Estados Unidos. Y es una de las pautas del método que este artista fue creando y desarrollando con su trabajo, y que tomaron otros payasos de hospital en distintos países.

Para que el trabajo del payaso funcione -sostiene Christensen- la clave es intercambiar roles con el niño; esto deja al payaso en un lugar de vulnerabilidad. Ahora es el niño el que tiene el mando de la situación, el poder de jugar. Ya no es más “una víctima sin esperanza que se somete sin elección a la autoridad de los médicos”, sino un niño activo y lleno de vida que ayuda al payaso. Al ayudar al payaso se ayuda a sí mismo. El mundo cambia y esto es lo poderoso.

 

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El tour de malabarismo los llevó, durante 18 meses, desde Londres hasta Estambul.

Michael y Paul se paraban en las esquinas y hacían su performance. Inglaterra, Alemania, Italia, Austria, Suiza, Francia…

Encontraron en París lo que Michael llama su segundo hogar. Entre los estudiantes y la bohemia del Quarter Latin fueron detectados por un agente del Casino de París y después de una audición ante el prestigioso coreógrafo Roland Petit, su número de malabarismo quedó incluido en el show. Su buena suerte no había terminado: meses después, los grandes payasos Annie Fratellini (nieta de uno de los míticos Hermanos Fratellini) y Pierre Étaix los vieron actuar, y les propusieron formar parte del flamante Nouveau Cirque de París. Ambos vibraron en aquel ambiente.

“Todo el acto, todo el circo, tenía un gran espíritu de alegría inspirado por este arte, el arte clown”, recuerda. Él jugaba a ser el serio; Paul, al cómico de la pareja. De a poco y a la usanza de los clowns europeos, con una comedia más verbal que física, fue naciendo Mr. Stubbs, su clown.

Desde entonces la meta fue llevar aquella colosal experiencia a los Estados Unidos. Como Binder era de Brooklyn decidieron irrumpir en la Gran Manzana con un proyecto innovador, un circo de una sola pista central (en esa época dominaban los grandes circos de tres pistas) y sin fines de lucro. Así nació, en 1977, el Big Apple Circus de Nueva York.

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Para Christensen, un payaso de hospital tiene que estar atento al ambiente. Si está limpio, qué es lo que toca, porque va por todo el hospital. A diferencia de lo que pasa en un escenario, nunca sabe lo que va a hacer después, cada cuarto es distinto, todo cambia a cada instante. Y a la vez su trabajo debe ser regular, constante, organizado, dedicado. “En Israel, por ejemplo, los payasos son parte del equipo asistencial, se organizan en guardias y se los puede llamar para ayudar en procedimientos específicos. Aunque un niño ingrese a un hospital por alguna cuestión relativamente menor, para él ir a una sala de emergencias es traumático. El payaso ayuda a disminuir el nivel de drama.”

“Nunca diría que el payaso cura. Ayudamos a crear el ambiente para que la curación suceda”, resalta.

Cree que lo ideal es que los payasos estén plenamente integrados al staff del hospital; We are the clownical part of the clinical team (Somos la parte clownica del equipo clínico) juega con las palabras. Y se diferencia de Patch Adams, el médico que se volvió famoso gracias a la interpretación que hizo Robin Willliams en la película homónima: “Patch es un médico profesional, que se viste de payaso. Yo soy un payaso profesional que se disfraza de médico. Ambos perseguimos un objetivo similar. Pero él piensa que cualquiera con un gran corazón y espíritu generoso puede ponerse una nariz roja y ropa divertida e ir a un hospital. Bueno., puede hacerlo. Pero no será el mismo tipo de experiencia que alguien que dedicó su vida a aprender cómo hacer estas cosas y a adaptarse al ambiente del hospital, hasta convertirse en miembro del equipo. No hay nada malo con ser un profesional, con cobrar por este trabajo. El problema es que Patch no acepta que existe la profesión del payaso de hospital. Aun así es una persona muy inspiradora. Simplemente estamos en desacuerdo sobre cómo se entrega el mensaje”.

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Es un antiguo consultorio médico y el doctor Hugo Z. Hackenbush se prepara para examinar a su paciente. Una mujer de polleras amplias y largas lo espera sentada en una camilla de cuero negra con estribos. La rodean dos acompañantes de traje oscuro, corbata ceñida y reloj de bolsillo. Entran al cuarto dos ayudantes vestidos de blanco con gorra y barbijo, y entonces el doctor, un hombre delgado de bigotes oscuros, les recuerda que lo primero es la esterilización. Los tres dejan chorrear el agua estancada en unas piletas desde las manos hacia los codos y, haciendo un círculo, se las secan con la parte trasera del delantal del otro, mientras giran como un perro que persigue su cola. Groucho (el doctor Hackenbush) habla sin parar, presenta a Chico, a Arpo y a su amigo, el dibujo de un esqueleto humano listo para alguna clase de anatomía. Aparecen tres enfermeras exuberantes; los doctores las persiguen alocados. Groucho le pide a Halo que le tome el pulso (pulse en inglés) a su paciente y este le saca el bolso (purse) de las manos. Atolondrados, la empujan hacia atrás y en lugar de examinarla, la afeitan. El consultorio es un griterío cuando irrumpe un caballo de carrera y los tres doctores huyen montados en él.

Como los Hermanos Marx, en esta escena de Un día en las carreras, película estrenada en 1937, pero muy lejos de la ficción, Christensen hizo disparates en hospitales pediátricos con bata blanca y estetoscopio diariamente durante 25 años.

 

Cuando empezó, hubiera sonado delirante profetizar que miles de Grouchos, Arpos y Chicos habrían de elegir en la realidad ese trabajo. Él dice que no lo planeó. Que dejó que ocurriera. Ayudó haber trabajado como artista callejero, donde el ambiente es muy cambiante (“tenés que entretener a las personas o no te dan dinero y no comés”); también en el circo, donde aprendió distintos tipos de técnicas de comedia y clown. “Ir a un hospital era la elección perfecta, teniendo en cuenta las habilidades con las que contaba. Todo lo que necesitaba era que algo abriera mi corazón.”

Christensen habla pausado, busca las palabras precisas, pero no las toma demasiado en serio. “Hay una foto del fallecido Paul Newman retocada para que se parezca a mí”, bromeará cuando envíe algunas imágenes por e-mail. Y se llamará a sí mismo “malabarismo guy”. Vive en Bangor, una ciudad de Pensilvania, y desde que en 2013 se retiró del Big Apple Circus, donde era director creativo, se dedica a hacer jardinería, tocar la guitarra, bucear, tomar lecciones de vuelo y dar talleres y seminarios para payasos en todo el mundo.

Parece transparente respecto de lo que siente. Sus ojos celestes claros y algo caídos le dan un toque risueño. Cuando recupera una historia que lo entusiasma mira intenso, lo hace notar.

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Un mes antes de morir, su hermano Kenneth encontró en un mercado de antigüedades una valija mediana de cuero negra como de doctor; pensó que de algo le iba a servir a Michael y se la regaló. La valija quedó guardada en un placard mientras un cáncer de páncreas devoraba los últimos días de Kenneth. La muerte lo golpeó tan fuerte que Michael se prometió que estaría disponible para servir a los demás. La valija estuvo guardada un año más, hasta que en 1986 recibió aquella llamada.

Una administrativa del Columbia Presbiterian New York Children Hospital lo había visto actuar en el circo y quería que fuera a entretener a los niños en el evento anual del Día de la Cirugía de Corazón. Michael aceptó la invitación al instante.

Primero recorrió el hospital de civil para investigar en qué se estaba metiendo. Después convocó a otros dos payasos del circo, se puso un delantal blanco por primera vez en su vida, desempolvó la valija de cuero negra y la llenó de juguetes. “Ese fue el principio de todo.”

Por su trabajo recibió varios premios. Es considerado por sus pares como el padre de la profesión. Y aun así, o tal vez porque se codeó tantos años con situaciones límite, su ego asoma prudente, discreto. Cuando muera le gustaría que alguien escribiera en su lápida: Michael Christensen se divirtió.

ALGO MUY PERSONAL

  • Actor, malabarista, payaso, nació en 1947 en Estados Unidos y tuvo una infancia de pobreza y abandono.
  • Viajó por Europa haciendo teatro callejero y se sumó al Nouveau Cirque de Paris, el circo de vanguardia de la época.
  • En 1977 fundó, junto a Paul Binder, el Big Apple Circus de Nueva York, hoy uno de los mejores del mundo.
  • En 1986 empezó a trabajar en hospitales y creó la Clown Care Unit (Unidad de Cuidados por Payasos). Sus pares lo consideran el padre de la profesión del payaso de hospital.
  • Hoy dicta seminarios a payasos profesionales alrededor del mundo.

RISAS EN BUENOS AIRES

Michael Christensen llegó a Buenos Aires invitado por la ONG local Alegría Intensiva, una organización de payasos profesionales que trabaja en hospitales pediátricos. Junto a su amiga Sophie Gazel, directora y actriz de Théâtre Organic de Francia, se dedicó durante cuatro días a formar a payasos de todo el país. Y se llevó una buena impresión: “Me encontré con mucho entusiasmo y una excelente calidad artística. Un artista tiene la misma personalidad que su clown, sólo que está un poco exagerada. En los talleres ponemos a las personas en contacto con quiénes son realmente y luego hacemos que se sientan cómodos con ellos mismos, porque de esa forma estarán cómodos con sus clowns. La máscara de payaso es una suerte de protección, te da permiso para ser más libre, para jugar”, explicó..